Esta noche no vengo a contarte ningún sueño. Sé de esos que se viven y luego no se duermen por miedo a no despertar. Entiendo de unos cuantos que, cuanto más aprietas los dientes menos se cumplen. Cumplí veintiuno hace casi seis meses y aún no sé decir si he madurado de manera perpetua o si he aprendido a dar besos intergalácticos. Crecer es darse cuenta de. Tan ambiguo como siempre, porque luego te agachas para coger cualquier porquería del suelo. Ya nos lo decía mamá. Lo más típico que te puede pasar es actuar de manera lúcida y contestar a todo: no me volverá a ocurrir.Estoy en medio de todo lo extremo, porque aquí donde aún hay un motor que se hace llamar latido sigue la regla de ‘o sientes o estás muerto’. Y yo siempre preferí ser sencillo. No por no complicarme o no saber a dónde ir cuando hace frío, sino por evitar los laberintos feos que ocasiona la duda disfrazada de asesina, visitando el lugar del crimen para dejarle flores.
“Nadie llama cementerio a un jardín de flores muertas.”
No me gusta dejar secuelas, pero sí vomitar el fango. Recuerdo que una vez mendigué un te quiero. Una persona merece el valor que quiera darse, o eso solía decir la prepotencia. Somos muy propensos a subir un escalón más en todo esto de no saber decir las cosas por terror, por el temor que ocasiona el no lo digas, hazlo. Yo -por ejemplo- desde entonces digo muy pocas cosas.
Estás muy guapa hoy; quiero comerte el coño; no bajes ahí; deberías quererte más; siempre eres la última; ya no eres la misma.
Me he equivocado lo justo para conocer la verdad, incluso saltándome algún que otro límite. Ya sabes lo que me cuesta madrugar y por eso no me acuesto cinco minutitos antes. Me gustan las odiseas porque son intrínsecas y van muy vinculadas a todo lo que no va conmigo. Tanto tú como yo sabemos que lo inesperado no mueve más el mundo, pero sí que lo agita. En cuanto a las acepciones, la palabra odisea trae consigo dos caminos por los cuales si eliges uno vas andando, y por el otro es por donde te entra la prisa. Todos esos impulsos fatídicos abren unos ojos preciosos que sellan otras personas. Me parece muy mal, podría quejarme durante toda la noche.
No me digas que no te has dado cuenta de que el amor no es una barbarie, que el beso que más sientes puede estar equivocándose de hora. A mí no me vengas con que para llevar a cabo una jodida historia de amor hace falta un par de huevos. Todos tratamos un poco de eso, somos como conejillos de indias que ponen a prueba para salvar vidas: y no la nuestra. La rata de laboratorio todavía se está riendo de nosotros.
Tendremos que ser menos selectivos en esto de no elegir, porque callejones hay muchos pero iluminados hay demasiados. No todos dan luz porque quieran. Las obligaciones las puedes encontrar en el rincón del vago, en el teletexto, la prensa o en un cajón de la mesita de noche.
No hemos venido hasta aquí para irnos, ni mucho menos para quedarnos. Decide tú que yo me doy pánico. No podemos estar a puntito de tirarlo todo por la borda si aún no hemos subido al barco. Y este ha ido y venido mil veces.
Creo que el deseo es eso, que no hace falta querer si hay ganas. En eso también se resume el amor: en la capacidad opaca y recíproca de que dos cuerpos orbiten en el mismo lazo que los une. De latitudes y otras mierdas no sé mucho, pero tú y yo qué. Un cuerpo también es geografía, y llaman expertos a los más necios cuando un cerebro se encierra en la de probabilidades que hay de que la ciencia salve al mundo. Seguimos jodidos.
El tratamiento a seguir no es Twitter, las redes sociales han venido como un cáncer y contra todo eso nadie busca cura, contra el amor sí. La adolescencia es una etapa que marca tu vida básicamente porque sabes lo que quieres justo en ese momento en el cual no deberías saberlo. Yo también he tenido catorce y dientes de menos por saltar de un columpio.
Un poco más adelante todo está bien, cada pieza parece encajar en su lugar pero llega un momento en el que no queda sitio. El aire estorba. Y por eso llamamos cómplice a que el tiempo juegue a nuestro favor, porque de alguna manera hay que pedirle perdón cuando se pierde. Yo he sido testigo de asesinatos, pero a diferencia de los de verdad no moría nadie, o al menos a simple vista.
He sabido calcular la distancia exacta y me he apartado lo suficiente como para no salir ileso. Me van las aventuras fuertes: de estas que te atreverías a contar cuando vas como una cuba. Y con respecto a esto último quiero poner una condición firme: nunca me atrevería a descifrarte, por si algún día decido marcharme o quedarme para siempre. Ya sabes, poner un muro, hacerlo añicos, restaurarlo. A eso voy, ¿me ayudas?
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