Escribo por la sal y la sangre. Por las manos que albergan los comienzos y las articulaciones que articulan el abrazo. Escribo por si sale mal o porque quiero que salga bien. Puede que tal vez lo haga para comprender al que grita, al que se calla, al que se asfixia. No tengo la omnisciencia de la salvación del que ríe ni la cruz a cuestas del que llora despacio, casi sin alma o aliento que pare la metamorfosis de la tristeza. Puede que solo lo haga por si las moscas, las panteras y los osos no nos entienden. No hay bella más bestia que las piernas que no se abren. Los ojos, al fin y al cabo, no pudieron ser el reflejo del alma. Lo entendí aquel día que bajaste la mirada y el telón y los minutos. Supe que tenía que escribirlo todo aquel día que se repite en mi cabeza. Y se repite, y se repite, y se repite. Ya iba siendo hora de que un poema como este llevara el timón que ni las manos ni los ojos, ni siquiera los abrazos, fueron capaz de alumbrar mi camino.
Me ha tocado ser indeleble. Adoptar al viento por la envidia del levante y la ley de la atracción que supone manejar el campo de visión que se me otorga a casi trescientos sesenta grados. Nunca tengo la periferia cubierta del todo. Siempre hay un atisbo, un espejo en ángulo muerto, un visor retro que me dice hasta cuándo estuve y la escala del cómo. Ahora me ha dado por diseñar gráficos para comparar mi vida y obtener las malditas analíticas de cuánto he mejorado desde que nos despedimos. Lo jodido es que lleva casi un año sin actualizarse porque no tengo tiempo para pararme a pensar. Estoy mejorando, pero no sé medir la velocidad ni los peldaños. No sé en qué flaqueo ni lo que supero con creces. Mi vida es una expectativa. La realidad es que estoy cómodo, no sufro de más pero no dejo de sentirme insuficiente. La diferencia es que es muy diferente. Antes tendía a echarme a llorar y ahora suelo atenuar la importancia hasta alterar la indiferencia que me causa con respecto al ...
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