Que me mire con buenos ojos y sus respectivas vendas. También, de vez en cuando, que me odie. Que me odie como si me quisiera matar. Que alguien le diga que solo ella puede hacerlo. Que me haga sentir vivo, con ese veneno, con esa complicidad tan innata que sólo se aprenda con ganas de aprender. También que escriba, aunque sea por dentro. Que acumule muchas victorias, que tenga guerras pendientes. Que sea en mi cuerpo o en el suyo. Que diga que sí, aunque realmente quiera decir que sí. Que no se engañe, que sea fuerte. Que tenga virtudes y me las regale. Que se crea maga y diseñe trucos para sobrevivir. Que invente, que se coma las uñas con ganas. Que se coma las uñas. Y las ganas. Que tropiece y sueñe que puede levantarse sola. Que quiera un futuro con vistas al pasado. Que tenga un ejército de sentimientos ganadores y los saque cada día a pelear. Que gane, que me gane. Que no soporte que me deje perder, pero que lo comprenda. Que entienda que no es necesario plagiar emociones ni contagiarse, que puede traer su mejor versión alérgica y tenerme en la cama cuatro años. Que me provoque unas ansias de besarla como si me viniera la vida en ello, que ya se me va con muchas otras cosas. Que le encante esperar, sentarse, dormir, desquiciar, saltar y si es posible, conmigo. Que truene y haga temblar al mundo. Que tenga miedos y no sepa dónde ponerlos. Que cuente con un orden estructural en el que exista un presidente y sea el destino. Que no crea en él, pero que confíe en que juntos podríamos ponerle un nombre precioso.
Me ha tocado ser indeleble. Adoptar al viento por la envidia del levante y la ley de la atracción que supone manejar el campo de visión que se me otorga a casi trescientos sesenta grados. Nunca tengo la periferia cubierta del todo. Siempre hay un atisbo, un espejo en ángulo muerto, un visor retro que me dice hasta cuándo estuve y la escala del cómo. Ahora me ha dado por diseñar gráficos para comparar mi vida y obtener las malditas analíticas de cuánto he mejorado desde que nos despedimos. Lo jodido es que lleva casi un año sin actualizarse porque no tengo tiempo para pararme a pensar. Estoy mejorando, pero no sé medir la velocidad ni los peldaños. No sé en qué flaqueo ni lo que supero con creces. Mi vida es una expectativa. La realidad es que estoy cómodo, no sufro de más pero no dejo de sentirme insuficiente. La diferencia es que es muy diferente. Antes tendía a echarme a llorar y ahora suelo atenuar la importancia hasta alterar la indiferencia que me causa con respecto al ...
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