Prometí no volver a enamorarme, y luego volví a prometerme que jamás saldría de aquí. Nunca volví a pasar por aquella calle sólo. Me cogías de la mano y todo el mundo se callaba. Hasta yo nos tenía envidia tía. Primero vienes con todo y te lo llevas, dejándome sin nada. Y ya ni el aliento me sale a no ser que estén tus manos delante para calentarlas. Mil veces juré que no volvería a pasar. Y la ciento una llegó. Porque siempre vuelve, y yo lo que quiero es que no te vayas nunca. Si alguna vez preguntan por mí, diles que no estoy, diles que estoy ocupado siendo feliz. Y que lo soy de verdad.
Me ha tocado ser indeleble. Adoptar al viento por la envidia del levante y la ley de la atracción que supone manejar el campo de visión que se me otorga a casi trescientos sesenta grados. Nunca tengo la periferia cubierta del todo. Siempre hay un atisbo, un espejo en ángulo muerto, un visor retro que me dice hasta cuándo estuve y la escala del cómo. Ahora me ha dado por diseñar gráficos para comparar mi vida y obtener las malditas analíticas de cuánto he mejorado desde que nos despedimos. Lo jodido es que lleva casi un año sin actualizarse porque no tengo tiempo para pararme a pensar. Estoy mejorando, pero no sé medir la velocidad ni los peldaños. No sé en qué flaqueo ni lo que supero con creces. Mi vida es una expectativa. La realidad es que estoy cómodo, no sufro de más pero no dejo de sentirme insuficiente. La diferencia es que es muy diferente. Antes tendía a echarme a llorar y ahora suelo atenuar la importancia hasta alterar la indiferencia que me causa con respecto al ...
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