Recuerdo que un día la llevé a ver un atardecer. No era el atardecer más bonito del mundo, pero tampoco importaba. Recuerdo que allí, a su lado, sin prestarle atención a nada que no fuese suyo, odié no poder detener el tiempo. Odié que el contacto no fuera excesivo, que no hubiera suficiente ración de besos. Si existe un límite en todo, os aseguro que no había ninguno en las ganas que le tenía. Que yo aprendí a desvestirla sin tocarla. Que aprendí a fotografiarla con palabras, con poemas que yo nunca me había atrevido a escribir. Que aprendí a besarla sin rozar sus labios. Aprendí, y qué bonito, a echarla de menos aún cuando estaba. A morir un poco cuando se iba, al escuchar ese 'adiós' que sonaba como un disparo. Que yo por ella dejé de perder todos los trenes.
Me ha tocado ser indeleble. Adoptar al viento por la envidia del levante y la ley de la atracción que supone manejar el campo de visión que se me otorga a casi trescientos sesenta grados. Nunca tengo la periferia cubierta del todo. Siempre hay un atisbo, un espejo en ángulo muerto, un visor retro que me dice hasta cuándo estuve y la escala del cómo. Ahora me ha dado por diseñar gráficos para comparar mi vida y obtener las malditas analíticas de cuánto he mejorado desde que nos despedimos. Lo jodido es que lleva casi un año sin actualizarse porque no tengo tiempo para pararme a pensar. Estoy mejorando, pero no sé medir la velocidad ni los peldaños. No sé en qué flaqueo ni lo que supero con creces. Mi vida es una expectativa. La realidad es que estoy cómodo, no sufro de más pero no dejo de sentirme insuficiente. La diferencia es que es muy diferente. Antes tendía a echarme a llorar y ahora suelo atenuar la importancia hasta alterar la indiferencia que me causa con respecto al ...
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