Hoy me ha saltado la alarma a las cinco de la mañana y no he sabido qué hacer con las diecinueve horas restantes que tiene el día. Amanecer temprano es cosa de las nubes, los pajarillos y las odiseas. No tengo una excusa para lo que, al fin y al cabo, me sostiene cuando creo mantenerme en pie. Hace muchísimo tiempo que la quiero y me dice que la quiera aún más, pero luego le suelto que no puedo hacerlo más fuerte y me siento vulnerable y traidor: siempre consigo hacerlo mejor.
¿Dónde está el límite que engloba al amor físico, abrazando al espiritual y formando una nebulosa con lo mortífero y astral? ¿A dónde van esas ráfagas de conciencia y lealtad que juramos un día y a día de hoy seguimos conservando? Parece ser que lo que un día cosechas dura para toda la vida, pero eso es porque la entrega es más grande que la recogida. Una vez me dijeron: no siembres donde sabes que no vas a recoger nada. Y os diré una cosa: tengo más cosas conseguidas que por conseguir. Mientras pueda seguir escribiendo tendré vidas suficientes como para daros otra cara de esa moneda con la que pagáis los fraudes.
Cuando una persona hace hincapié en mantener lo que a vuelo raso se ha presentado, con la lejanía que un ser proporciona al sentir ganas de estar cerca de otro, no sabe hacer más magia que la que ha depositado ya en el mundo. Porque puede que la Tierra sea un planeta de personas de todo tipo, donde reinan las que mejor juegan sus cartas y les siguen aquellas que saben no entrar en cualquier juego. Desde que aprendí a jugar aborrecí las partidas.
Y ahora me quedo con todo lo que avisa para no traicionar a los mayores, a los de arriba. Porque si algún día me diese por mirar hacia allí, no les quedaría más remedio que alegrarse de que yo esté debajo. Y así va un poco todo: ser el colchón que otra persona necesita cuando más lo necesita. Porque después, cuando esa persona toque el suelo, se va a acordar siempre de lo cómodo que es un recipiente cuando quiere.
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