Me ha dado por encerrarme hasta gotear soledades.
Martirizarme hasta el punto de no saber dar más porque saber qué entregar y no hacerlo me sigue pareciendo una falta de respeto.
Me ha dado por afrontar los problemas sin hacer caso a las soluciones. Por subir a escaleras sin peldaños y adornar las calles con el color más gris de la escala de grises.
Está bonita si cierras los ojos.
El flujo de sucesos meridionales contrapuestos al color lo discuten tres idiotas principales, de los cuales si se insultan entre sí, acaban formando un sin fin de maneras de pintar la vida.
Imagina la que nos ha tocado observar.
El negro es un insulto. Un color obsoleto y amoldado para aquellas personas que quieren respirar, y lo hacen de la manera más abstracta que conozco: la de los errores que otros cometen y luego no pagan.
La última vez que vi un coche amarillo pensé que la vida podría tener esos momentos en los que se producen una pausa, vuelves al pasado y ocurren todas esas cosas que por otras cosas no han ocurrido. Y es una mierda.
Quizá mañana toque un color más claro. Un negro menos negro. Un gris menos muerto.
Quizá mañana empiece de cero y contando hacia menos tres, me de cuenta de que los dos hemos hecho todo lo posible por ser uno.
Que conseguir un equilibrio no es tan difícil si tiramos los prejuicios y, de la mano, dejamos que broten las suficientes flores y los puntos a favor de cada uno. A favor de cada dos.
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