Escribo y los ojos se me cierran, pero escribo. Casi noto la bifurcación entre mis ganas y la anatomía de tus ideas, donde el odio se transforma en vértigo y, éste, en adrenalina.
Podría seguir escribiendo sin abrirlos, que los culpables seguirán fingiendo ser inocentes por el miedo a la justicia. Qué sabrá la justicia sobre el misterio y la heterogeneidad. Preferimos la parte humana que no lo es tanto, que si te quiero más reviento y ya casi nadie pretende reventar. Cuando era pequeño mi piel sangraba y hoy es en ésta misma donde se erosiona la herida, yo quien me las hago, el paso del tiempo quien las echa de menos cuando se han cerrado.
Estuve tantas veces a punto de reabrir una que acabé sintiendo ansiedad. Me critiqué bajísimo, por si me oía la sensatez, que para colmo estaba atada al árbol de mis genes. Inconsciente me hallé bajo el tumor que pretendí crear a tus días, para que jamás librases guerra más alta, profunda y fría.
Al menos mantuve la compostura en el jardín, bajo la tormenta de pétalos que abrazan la hora a la que debes de pasar, pero no sucedes. Porque no quieres suceder y ya llevo varias Primaveras en apnea, velando por los pistilos de aquellos que ni yerro tienen ni ofensa dictan.
—Ya va a cerrar el cielo y yo no quiero irme a casa.— y no volví nunca más, me quedé allí para siempre, donde los soles alumbran mi sombra pretendiendo que desaparezca. Lo que nunca me advirtieron es que debajo de la piel hay más piel, que bajo la culpa existe más culpa. Hasta entonces no comprendí que la luz es un adjetivo, y su proyección, la boca que lo atribuye.
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