Yo solía salir a correr por las mañanas. Cuando bajaba el último
escalón que separa mi humilde hogar del inhóspito mundo llamado calle, no me
quedaba más remedio que levantar la cabeza e intentar parecer gentil y humilde
con todas las personas que me cruzara. -Esto no siempre sale bien, porque hay
ancianos que son muy hijos de puta-. Hay gente que vive dos casas más abajo de
donde tú, y no te saludan cuando desenvaináis las miradas. Es una situación extraña.
El primer balazo del día. Cuando acepto el fracaso como persona poco luchadora
y especialista en almacenar secuelas, retomo el camino que me propuse al abrir
mis preciosas pestañas y suspiro con un tono casi ilegible para mí mismo ‘‘no
pasa nada, solo es una persona más’’. Y claro, en cierto modo no dejaba de
tener razón. Al llegar a casa me preparaba un sándwich que no me llenara mucho
el estómago. Y no, no era para que fuera acorde con el vacío de mi vida, aunque
podría ser. No solía tener nada planificado para el resto del día, porque hay
cosas que se planean y, según esas personas que creen en el destino, están
destinadas a irse al garete. Me gustaba improvisar, si sale: bien y si no, otra
vez será. Pero a la vez me hacía sentir triste no tener una meta en la vida,
aunque para conseguirla solo tuviera que ir al kiosco de la acera de enfrente a
por una bolsa de pipas. También solía dejarlo a medias, yo solo puedo con muy
pocas cosas. Un día, siguiendo esta rutina conocí a una chica. Parecía inigualable,
inconfundible e imperfectamente impenetrable. Me dediqué a observarla desde el
día que la vi por primera vez -el interés no entiende de crímenes-, supuse que
bajaba todos los días a la esquina donde hacen un pan riquísimo. Al día
siguiente decidí comprar el pan en la misma tienda donde lo hacía esta chica,
por si alguna vez teníamos una conversación sin sentido como las de ‘‘buenos
días’’, ‘‘está bueno el pan de aquí’’. No sé, me impacientaba la idea de poder
verla simpatizar con alguien mientras su vida seguía corriendo hacia delante. Ir
a algún sitio de una vez por todas. Sin darme cuenta, pasaron los días. Yo estaba
planificando mi vida por mera intuición. Pasó una semana y yo seguía comprando
el pan en esa tienda, siempre sobre las diez del medio día. Estaba resumiendo
mi mañana en un bucle informativo donde una boca solo articulaba las mismas
palabras: ‘‘buenos días’’, ‘‘me pone dos bollos y una chapata’’, y ‘‘hasta
mañana’’. Nada más, no ardía nada en sus párpados. Pero, ¿cómo era tan imbécil?
De camino a casa solo me dedicaba a pensar un plan para el día siguiente. Y cuando
por fin me armé de valor para preguntarle tan siquiera cómo cojones le va la
vida, me sorprende la mía. Llegué a la tienda al día siguiente y, no estaba. La
chica, por algún motivo externo a las causas que puedo llegar a imaginar en mi
cabeza, se ausentó aquel viernes. Intuí que quizá hubiera llegado antes, o que
lo mismo se le había atascado la lavadora y eso impidió que a esa hora no
faltara a la cita que mi cabeza cataloga como tal. Pasado un fin de semana,
pregunté al panadero ‘‘oye, ¿y la chica de los ojos bonitos?’’. ‘‘Se mudó ayer’’,
contestó. Mis ojos perdieron algo de vista en ese instante, pues mis pupilas
seguían imaginando aquel diluvio que sus cabellos fingían al andar. ‘‘¿Por
qué?, tartamudeé en voz alta, creyendo que estaba hablando conmigo mismo. ‘‘Solo
estaba de visita, ella no es de por aquí’’, añadió el señor panadero. ‘‘Ah,
bueno. Ponme lo mismo de siempre’’, respondí como salida universal cuando no
sabía por dónde desembocar aquel balazo. Dije siempre, y solo llevaba una
semana comprando el pan en esa tienda. No me gustaba planificar mi vida y todos
los días, a eso de las diez de la mañana, estaba fijándome en cómo realizaban
otros la suya. Me adecué sin problemas, lo malo fue desengancharse. Llegué a
casa y me senté en el sofá a ver una serie de dibujos animados. ‘‘Bueno, es
solo una persona más’’, susurré. Y dando un mordisco a aquel pan que parecía
romper toda una columna vertebral al encajar mis dientes, me tumbé. Seguí comprando
el pan en aquella tienda, por si algún día esa chica volvía y me hacía hacer
cosas por mí mismo. Allí donde estés: fue un placer tener algo que hacer.
Me ha tocado ser indeleble. Adoptar al viento por la envidia del levante y la ley de la atracción que supone manejar el campo de visión que se me otorga a casi trescientos sesenta grados. Nunca tengo la periferia cubierta del todo. Siempre hay un atisbo, un espejo en ángulo muerto, un visor retro que me dice hasta cuándo estuve y la escala del cómo. Ahora me ha dado por diseñar gráficos para comparar mi vida y obtener las malditas analíticas de cuánto he mejorado desde que nos despedimos. Lo jodido es que lleva casi un año sin actualizarse porque no tengo tiempo para pararme a pensar. Estoy mejorando, pero no sé medir la velocidad ni los peldaños. No sé en qué flaqueo ni lo que supero con creces. Mi vida es una expectativa. La realidad es que estoy cómodo, no sufro de más pero no dejo de sentirme insuficiente. La diferencia es que es muy diferente. Antes tendía a echarme a llorar y ahora suelo atenuar la importancia hasta alterar la indiferencia que me causa con respecto al ...
Comentarios
Publicar un comentario