Cada vez que he tenido la terrible necesidad de escribir, latía en otro pecho la constante variable. Hurgar en las heridas de otro y sus respectivas prendas: las de sufrir, las de salir a bailar y, por consiguiente, esa bolita de fuego que emerge del mismo vapor que lo apagó la última vez.
Vistas al futuro, la casa con jardín de tus sueños, el techo medio hundido por la decepción de las nubes. Quizá me exijo demasiado. Posiblemente esté en esa época que todos odian, la del conformismo, la feroz y ambigua etapa que empaña los cristalitos por donde una vez entró el sol, pero no se quedó porque odiaba lo que había en el interior.
La constante variable en un pecho ajeno. Juraría por la sombra y la paz que aquello no fue tan fugaz. Que duró lo justito. Que debía estar en esa entraña y a la potencia equivocada. Que los decibelios no entienden de mareas, pero sumisos al mismo puente tumban una ciudad recién iluminada.
Cada vez que tengo la terrible necesidad de escribir, confío. Porque entonces no seré yo quien revise mis actos ni el panorama al que me expongo.
Fijo que es esta etapa la que me confunde. Que mi abuelo no era tan leve, que mis miedos no estaban tan altos.
Una vez salí a verte por dentro y desde entonces no piso la guerra, la subrayo. Cojo el rotulador que más destaque y anoto: este rifle no es mío.
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