No es por ser preciso ni el momento más oportuno.
No fueron las estrellas ni la Luna,
tampoco los astros ni la madre de todos los mundos.
Parecía que brillara toda la oscuridad del universo,
agujeros negros llenándose de gracia,
resolutivos pusieron punto y final
para así dar comienzo a un sin fin de materia gris
que colapsó a la preciada génesis
de los más preciados finales.
Quizá esa noche no tuve más remedio
que asumir la derrota de aquellos que vencieron,
incluyéndome en el libro de las leyendas
como un personaje que pasó de principal
a transparente,
a eco,
a luz final de túnel.
No fui más que ese proyecto
llevado a cabo por todo lo anterior,
vislumbrando con una voz feroz
al lobo hambriento sacio de comida
y bebida, tragabuche
felizmente cansado
de portar la dosis suficiente
de veneno inmortal.
El pantano se secó tras la espera,
mientras el naufragio iba guiado en ese barco de papel
aturdido por la lluvia,
trastornado por la vida,
bendecido por la muerte.
Mientras todo ocurría
levemente
despacio,
un cualquier diagnóstico
abofeteó el atónito
surgir de lo ilegible tras la puerta,
tras el mogollón
de flores muertas que brotaron
de la sangre inútil.
Los cuerpos se ataron
libres al origen,
las gárgolas ensancharon sus alas
para emprender el vuelo al nunca más jamás
de los jamases,
hasta que la arena del reloj
vio nacer al Sol
y con él,
el principio de una nueva historia.
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