Normalmente me planteo si todo lo que se ha apoderado de mí,
tendría el valor suficiente para quererme libre. Si casi rozando el pensamiento
lúdico, me vería enfrentado a una infancia capaz de desarrollar alguna que otra
técnica que corroborase lo obsoleto ante el paso del tiempo. Casi nunca también
es para siempre. Es una sensación de despropósito que disfraza al día a día
como si el pasado pudiese transformar el futuro, pero eso no funciona si alguno
de los dos dejamos de estar presentes. Aún recuerdo la primera vez que te
quise, fue como una puñalada a la tristeza, como un agujero negro que contiene
una fuerza inhóspita pero que sabe a cielo y puede tragar y tragar como si no
hubiese fondo ni límite para las cosas desagradables. Tú nunca cupiste dentro.
Siempre te quedas al borde, en la esquinita callada, decorando el filo de la
muerte con un poco de vida. Desde un segundo plano pusiste nombre al primero.
Desde una ventana, lograste abrir una puerta. Una puerta hacia el finito
infinito. Hubo momentos en los que pensaba que mi vida, después de ti, ya no
iba a ser la misma. Y no me equivoqué, mi vida, no me equivoqué. Porque detrás
de ti caminan los astros a los que la gente pide deseos, sin saber ni llegar a
imaginar que por cumplir, podrían hacer realidad casi cualquier cosa. La
segunda vez que te quise superé a la anterior, y me reí de la vida porque tras
tanta pausa por piedra estancada, me transformé en río y jugué a seguir la
corriente. La corriente, esa que solo sigue un curso. Esa que, como yo, ha ido
muchísimas más veces de las que ha vuelto. Logré quererte una tercera, una
cuarta y una quinta vez, y de manera inexplicable conseguí que las primeras se
hiciesen más intensas e inolvidables. Las veces que te quise te quise queriendo
querer mucho más de lo que sé. Por eso conservo las ganas y tan solo
despilfarro la felicidad que se reproduce en bucle al saber de lo que es capaz
un beso. Tan solo quiero explicarte que las mariposas de mi estómago han
deshecho el nudo de mi garganta para convertirlo en la cuerda floja que me
salva del caos. Y ahora mi niño interior es el que te guarda un sitio en el
columpio porque dice que tropezar contigo es la única forma de no llegar herido
a casa. Te he querido tantas veces que he olvidado el propósito. Pero no la
ventaja. Porque a estas alturas la ventaja no es quererte para seguir
disfrutando de la vida, sino seguir viviendo para saborear todos los beneficios
que tiene quererte.
Me ha tocado ser indeleble. Adoptar al viento por la envidia del levante y la ley de la atracción que supone manejar el campo de visión que se me otorga a casi trescientos sesenta grados. Nunca tengo la periferia cubierta del todo. Siempre hay un atisbo, un espejo en ángulo muerto, un visor retro que me dice hasta cuándo estuve y la escala del cómo. Ahora me ha dado por diseñar gráficos para comparar mi vida y obtener las malditas analíticas de cuánto he mejorado desde que nos despedimos. Lo jodido es que lleva casi un año sin actualizarse porque no tengo tiempo para pararme a pensar. Estoy mejorando, pero no sé medir la velocidad ni los peldaños. No sé en qué flaqueo ni lo que supero con creces. Mi vida es una expectativa. La realidad es que estoy cómodo, no sufro de más pero no dejo de sentirme insuficiente. La diferencia es que es muy diferente. Antes tendía a echarme a llorar y ahora suelo atenuar la importancia hasta alterar la indiferencia que me causa con respecto al ...
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