Dejan huella por no decir agujeros.
Se quieren tanto que duele, así, son las cosas.
Uno no acepta que el daño es necesario hasta que lo hace, a nadie le gusta ser víctima de un asesino indomable, estremecedor o acústicamente adictivo.
Todo suena mejor cuando estás empapado de ello, cuando al fin y al cabo te ves impregnado de un olor incandescente, un hallazgo que da a tu vida un giro de tropecientos grados.
Y es que lo jodido de dar tantas vueltas es que jamás sabrás si caerás de pie o darás con los dientes en el suelo. Yo ya caía de canto cuando las monedas no valían ni un duro.
Se quieren tanto, que el cobijo es suficiente.
Estar amainando tormentas en cuerpos ajenos se ha convertido en deporte olímpico, nadie persigue la medalla que otorgan al que más tiempo se quede, con la única y exclusiva excusa de saber permanecer.
Se quieren tanto, que forman una revolución.
Nadie hace caso a sus principios cuando empiezan a pensar en un final.
Todos tenemos muy claro lo que queremos, hasta que encontramos algo que querer. Todo es una puta mierda, hasta que encuentras una mierda que te gusta.
El amor, también son espinas. Mogollones de jaulas repletas de pajaritos capaces de devorar un planeta entero si les privan de su esclavitud.
El amor no es más que un puñado de lobos hambrientos, saciando su sed por otros motivos como aumentar su manada.
Y también es eso que nunca pensaste que llegarías a hacer por amor. Especialmente, el amor es eso que nunca pensaste hacer por él mismo.
Nos hemos convertido en un dilema emocional, tangible, que si no llegamos con las manos, lo intentamos a patadas. Donde pensamos que si no llevamos paracaídas, disfrutaremos mucho más del descenso.
El amor también es regalar espinas.
Compartir de manera inocua tus partes débiles, voraces, aquellas que si faltan, faltas tú entero. Hay puzles que no tienen sentido si disponen de un conglomerado de cuatro mil novecientas noventa y nueve piezas, y sigue faltando una.
El amor es ese puzle.
Y también esa pieza que falta.
Especialmente, el amor es esa pieza que falta.
Me ha tocado ser indeleble. Adoptar al viento por la envidia del levante y la ley de la atracción que supone manejar el campo de visión que se me otorga a casi trescientos sesenta grados. Nunca tengo la periferia cubierta del todo. Siempre hay un atisbo, un espejo en ángulo muerto, un visor retro que me dice hasta cuándo estuve y la escala del cómo. Ahora me ha dado por diseñar gráficos para comparar mi vida y obtener las malditas analíticas de cuánto he mejorado desde que nos despedimos. Lo jodido es que lleva casi un año sin actualizarse porque no tengo tiempo para pararme a pensar. Estoy mejorando, pero no sé medir la velocidad ni los peldaños. No sé en qué flaqueo ni lo que supero con creces. Mi vida es una expectativa. La realidad es que estoy cómodo, no sufro de más pero no dejo de sentirme insuficiente. La diferencia es que es muy diferente. Antes tendía a echarme a llorar y ahora suelo atenuar la importancia hasta alterar la indiferencia que me causa con respecto al ...
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