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Catacumbas.

No me acuerdo de cuántas veces tuve que bajar
para recordar por qué he subido.

Incluso he llegado a pensar
que la tristeza es necesaria
y que
mi último aliento no es más
que ese que sale de tu boca.

Estar en un lugar inferior
al que ocupan los demás
te enseña a ser superviviente en cada uno de ellos.

Finjo que estoy triste
porque ya hay demasiadas personas
fingiendo lo felices que son.

Y eso que sigue muriendo gente en el mundo.

Me gustaría ser capaz de transformarme en cirujano por un día,
abrir en dos todo aquello que no tiene sentido
y vengar a todos esos gatos
que murieron por culpa de la curiosidad.

Si nos ponemos así,
hasta la vida es una asesina.
Nuestra asesina.

Intento volcar el sentido de las cosas
por si vuelves,
por si decides
que nunca estuviste más completa
que aquella vez que juntos
nos hicimos añicos.

Porque pienso que
las cosas que se rompen
tienen un valor incalculable.

Las perspectivas se difuminan,
los para siempre se desvanecen,
el agua se dispersa
y el fuego se apaga.

Las llaves se pierden,
las palabras vuelan
y los cristales se rompen.

Una vez me dediqué
a recoger todos tus cristalitos
y hoy en día envidio
a todo aquel que se mira en tu espejo.

He vuelto al lugar de siempre
y está como nunca,
el sol ya no brilla igual
desde que tu nube ahora tapa otro cielo.

Aquí donde vivo ya no pedimos perdón.
La gente no olvida
aquello que nunca llegó a vivir.

Y ahora son las yagas
las que se mueren porque un dedo las atraviese.






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