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Photogenius.




Sacó la cámara y se dispuso a inmortalizar aquel momento.
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—Yo nunca borro las fotos, por muy antiguas que sean —respondió a la pregunta que nunca hice—.
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Mientras tanto intenté disuadir mis pensamientos hacia otro entorno menos bochornoso, donde parecía relucir algún haz de luz ante la oscuridad que el sistema límbico de mi cerebro no fue capaz de detener.
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—Nunca olvidará a sus otras parejas — pensé con voz minuciosa—.
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Al intentar dirigirle la palabra, puse en marcha la otra parte de mi cabeza que se encargaba de hacer como el que no ha pensado más que en el sitio donde iba a llevarla a cenar, metamorfoseando un rostro de decepción en otro con apariencia quirúrgica añadida en una película cómica de los años setenta.
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—Eres idiota, Jose —me acuchilló el silencio de después —, a ti también pienso recordarte para siempre.
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Tras dejar salir el aire impulsado por una turbia risa, negué con la cabeza todo aquello que aún no comprendía.
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—No me quiero olvidar de aquellas veces que he amado de verdad, por eso guardo las fotos. Fueron momentos bonitos.
—Entonces, ¿qué piensas hacer conmigo?
—Superarlas todas.

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Letras es cuarentena.

Hay un sonido monótono que, alba tras alba, ilumina la oscuridad de la calle. Podría decirse que se esconde entre las ruedas de los automóviles y nos da a elegir entre la acera y la calzada. Ambas están empapadas del mismo frío que disfraza a la atmósfera. El silencio no necesita armas de cuchillo ni fogueo precipitado, antes de pulsar cualquier gatillo, ya podría haber matado a algunas personas. Los días son interminables pero insuficientes, como si nuestra necesidad llevara el mismo nombre de la persona que la condenó. Agachando la cabeza vi a un hombre paseando a su perro y, si la levantaba, veía un sueño hecho pesadilla. Días comunes como ningún otro, en los que el sol tiene miedo a asomarse si no ve a nadie y donde las nubes no dibujan figuritas, ya que el viento no las lleva a ninguna parte. Hacía un día precioso y no había nadie para cuestionarlo.  Para que un segundo pasase, debía presentarse como perdido y las ventanas, eran cárceles de amor y creatividad

Otro poema al que no pienso ponerle nombre.

 Una corriente que fluya como un río sin pena, que, del hedonismo haga un vórtice y se apiade de la bandera. Que hundas la ira con el celo, la víbora con la felina, el juglar con el apenado. Yo sé, ni idea, pero lo intenté. Sincronizar la brazada y el anhelo, volcar lo inhóspito hasta que se rompa el tedio. Izar, trasnochar, verter, aullar, desmedir, puntiagudizar , roer. Nunca un verbo tuvo tanta responsabilidad. Nunca una palabra tuvo tanta culpa. Nunca un poema tuvo ni una mísera solución.

Pon tú el título.

Nada. Todo eso es lo que queda. Nada Aún no entiendo cómo salen palabras si no existen, si no crearon suficientes, si he apagado el motor. Apenas un piano estalla y sabe nombrar lo que no lloro. Mi silueta hace intentos de tocarme y no la dejo, porque sombra solo hay una por luz que la dibuje. No quedan tantos focos aquí abajo. Al menos, de risa y ojos tienen material. ¿Qué pensaran aquellos que no piensan? Tenemos un contrato que no vamos a romper, una tenue exclamación que cesa y no para. No separa. Sabe mal en cuanto a brechas que discurren por el río de la escasez, no soy capaz de atar el hilo que defiende a tu cordura. Puede ser que otro sea lo que yo. Que otro escriba lo que yo. Que yo no sea nunca uno de esos. Qué intermedio merecen los humanos que no arrebatan, que no huyen del concilio que nos esfuma y atrae. ¿Acaso no es el humo un antidisturbio? Precaución sobre las masas que no caen frente a lo pesado que es el viento. He buscado a otras en tu cami