Así sonaba tu nombre. Como una revolución perdida en medio del vigésimo planeta. Como un pájaro en la azotea deshabitada. Tu nombre era aquel sargento que prohibía la desmesura de las estrellas. Era, como lo incognoscible, impenetrable atuendo de voces coristas que, detrás de un velo, desmantelaban la estrategia del fin del mundo. Tu nombre era el comienzo. La catarsis vomitando impurezas. El desdén abrazando a la primavera. Tu océano de mujer siempre atrajo a la sed de mi venganza. Yo ya solo lloraba orillas. Olas muertas de calor en un invierno voraz y catastrófico, donde las nubes dejaron de dibujar los sueños y los niños tenían miedo a decir la verdad. Hubiste hechizado a aquel mundo que parecía bailar mientras tú silbabas. Aquel gargajo de dudas que expulsó a todas las incógnitas. Nunca estoy mejor sin ti. Pero lo parezco. Parezco tantas cosas que no soy ninguna. Y no exagero cuando finjo estar triste. La tristeza me invade, me sepulta, me entierr